viernes, 2 de diciembre de 2011

Yo me acuerdo de... La carcoma

[NOTA: El siguiente relato, inspirado en mi abuelo, lo escribí cuando tenía 18 años, allá por el Pleistoceno. Ganó el concurso de cuentos del instituto en el que estudiaba entonces, con el título que le puse entonces "Vives en sueño".]

LA CARCOMA

         
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy  alegre, alegre de que no sea cierto.

Pablo Neruda
                           

  Despierta, estoy aquí, sentado junto a tu cama. Soy tu nieto, tan distinto de ti. Estoy aquí, esperando que despiertes. Y despiertas, al fin, pero no estás en este mundo, estás en otro, en el mundo de los sueños. Ermitaño en la caverna del cráneo, filósofo de lo irracional. Vives en sueño.

He empezado a escribirte esta carta que no sé si lo es, pues nunca llegará a ti, nunca leerás esto que te escribo. Quizá sólo sea un pretexto para combatir el aburrimiento, pero sé que una parte de ti puede oírme, me comprende, sabe quién soy. Sé que en algún sitio oscuro estás escondido (muy lejos), y eres el de siempre, eres tú. Y lo sé porque ayer me cogiste de la mano con fuerza, te agarraste a mí para no caer, y me miraste. Y esos ojos tuyos no eran de un enfermo desmemoriado: te vi el brillo de la inteligencia perdida en la mirada, eras consciente de tu estado, de tu decrepitud, de tu final. Y estabas asustado, temblando de frío en lo más hondo de tus pupilas, llorando, clamando; y no me hablabas pero te oía, te escuché durante esos segundos que volviste a la vida, y me decías que estabas cansado, que te ayudara, que no podías más… Y, de repente, se te apagó la lucidez y volviste a tu expresión desconcertada y ausente. Y a mí no me queda más que llorar de impotencia en este sillón.

Desde que te internamos aquí, en este depósito de almas cansadas y viejas que huele a medicamento y desinfectante, nos turnamos para estar contigo y que no te sientas tan solo. Yo vengo cada tarde y te leo el periódico, te hablo, te escribo. Tú no te enteras de nada, pero yo te cuento todos mis problemas y pesares sin esperar consejo alguno, que nunca fue tu costumbre. Las enfermeras me miran con cariño y, cuando lo hacen, dicen: Es que es más mono, más rico. No es corriente ver a chicos por aquí: las mujeres cuidan de los ancianos, los hombres no.

Es éste un lugar triste donde los viejos se secan al sol esperando morir. Un lugar donde el tiempo pasa muy despacio. Y no nos damos cuenta de que estos viejos palpitan (sus corazones de arena laten), no son un margen de lo humano: estos pobres esqueletos se amarran al pellejo porque es la vida, y ellos aman la vida, pese a todo. Por eso -porque vives-, a veces, doy un paseo contigo por la residencia para que te dé la luz de otras habitaciones y veas el jardín, y descubras de nuevo el agua, las nubes y los pájaros. (Los árboles son violines cuya música es el azul del cielo.) Has cogido una rama seca  que arrastras sentado en tu silla de ruedas y dices que este suelo de linóleo está duro, seco, no sirve para plantar tomates, es muy mala tierra. Porque tú eres un hombre de huerto y de pueblo, de árboles. Un niño de la posguerra marcado por el hambre todavía en tus setenta años. Y es que aún sientes angustia al ver platos que no se vacían, y te obligas a comerlos casi sin respirar. Tú, que ayudaste a nacer a tus hermanos, que erais doce, y que leías a escondidas a la luz de una vela que te destrozó la vista, porque tú sólo sabes leer y escribir, sumar y restar; que fuiste un hombre culto y autodidacta, que enseñaste a leer a tu amigo Paco y a otros soldaditos que conociste durante el servicio militar, donde te apodaron “el Maestro”, aunque tú sólo sabías sumar y restar, leer y escribir. Y fue Paco el que te dijo que su novia por correspondencia tenía una amiga. Una amiga con la que empezaste a cartearte para tener a alguien que te esperara fuera, y a la que escribías poemas que copiabas del libro Rimas, de Gustavo Adolfo Bécquer. Y Luz (así se llamaba la moza), que sí sabía leer y escribir pero nunca le gustaron los libros –tan diferentes erais- no se podía creer que alguien le dijera semejantes cosas, tan bonitas, y creyó haber encontrado al amor de su vida. (Tardó años en saber la verdad.)

Así conociste a la que años más tarde se convirtió en la Yaya –pues para mí no tiene otro nombre-, una mujer de risa contagiosa y carácter indomable, pero tremendamente sensible y frágil. Y es que te casaste con una mujer contradictoria y algo desnortada, una hembra llamativa y presumida que hoy es una rubia oxigenada amante de los bailes de salón, una Marilyn Monroe de la tercera edad. En definitiva, lo contrario a ti: un hombre alto y delgado, de pelo escaso, señor de pocas palabras y esclarecedores silencios, poco dado a mostrar tus sentimientos. A veces das la impresión de ser frío y seco, pero es que nunca te ha sido permitido llorar. Que yo recuerde, siempre desayunabas una lata de berberechos y llevabas dos relojes en cada muñeca, tan correcto y puntual eras. Dos personas como vosotros sólo podían acabar juntos por azar, ya que formáis una pareja antagónica: tú, que odias la política, te casaste con la mayor admiradora de Fidel Castro. Tú, ateo porque la guerra no te dejó otra opción, casado con la Yaya, que en  todas las reuniones familiares despierta de su ensimismamiento para cantar una coplilla y gritarle ¡Guapo, más que guapo! al retrato fluorescente de Jesucristo que compró en un Todo a cien. Aunque nunca tuve claro si eras creyente o no, porque tú “rezabas”: hablabas con Dios como si de un amigo querido pero impertinente se tratara, teníais discusiones encendidas en las que le echabas unas broncas tremendas por lo mal que andaba el mundo. Y, sin embargo, proclamabas ser ateo. Una vez te pregunté si creías en Dios y me contestaste:
    
-Eso sólo lo sabemos Dios y yo.

Ahora te miro y no te veo. ¿Dónde estás? ¿A dónde te has ido? Te busco por los rincones de esta  habitación blanca y no encuentro ni rastro de lo que fuiste. Tan grande, tan fuerte eras. Ahora estás encogido, pequeñito en tu cama desapareces bajo las sábanas, reducido a la condición de vegetal, de bebé septuagenario que necesita ser bañado para lavarle el olor a orines, y a cambiarle ese lienzo áspero que le hace llagas. Hay que enseñarte a comer, a vivir; como a los niños chicos. ¿Quién eres tú? Eres un niño, yayo, un niño inocente que descubre el mundo con la mirada cascada y que quiere coger el Sol con las manos engarfiadas. Ésas por las que dices que te corren hormigas, hormigas rojas que te hacen cosquillas.

Sí, yayo, eres un niño. Un niño al cual yo debo proteger.

Me he quedado esta noche contigo. (Duermes. ¿Qué sueñas? Quisiera bucear en tus meandros.)  No hacía falta, es cierto, pero quería quedarme. Y es que siento que te vas y no vuelves. Y quería revivir esos momentos en que era niño y tú eras la feliz alternativa a los padres. Después ambos crecimos (sobretodo yo) y esos momentos se distanciaron en el tiempo. Y, sin embargo, aún me queda esa ilusión infantil que tenía cada vez que íbamos de visita a casa de los abuelos. Por eso, yayo, porque en el fondo soy un niño como tú, esta madrugada en que sentía arena en los ojos a causa del insomnio, me he imaginado que te llevaba en tu silla de ruedas y que corríamos a toda velocidad por pasillos interminables, y que cada vez que cruzábamos una esquina el pasillo era de diferente color y no todo blanco aséptico. Y que la inercia nos hacía volar y atravesábamos nubes y océanos. Y veíamos millones de estrellas como ésta  * , y nos perdíamos allá a los lejos.

Pero imaginar no sirve de nada si uno no se lo cree.

Hace unos días, cuando vine a verte, no te encontré. Te habías ido. Pregunté a las enfermeras dónde estabas, pero no sabían. Te levantaste de la cama y anduviste. Descubriste que podías caminar, aunque te convencimos de lo contrario después de que protagonizaras una huida hace meses. Estuviste perdido un día entero, hasta que te encontró la policía caminando sin rumbo por la carretera mientras un aguacero caía justo sobre ti formándote ríos en los cauces secos de las arrugas. Te excusaste diciendo que habías ido a buscar un tesoro que sólo tú sabías dónde estaba.

Y volviste a hacerlo. Las enfermeras empezaron a dar la voz de alarma, pero les dije que no hacía falta: te acababa de encontrar. Volví a la habitación y me asomé a la ventana. Entonces te vi, solo en mitad del parque mirando al sol crepuscular. Atardecía y tu sombra era un tajo profundo en la arena.

Bajé corriendo las escaleras y atravesé la extensa superficie de tierra hasta donde te encontrabas. Tu camisón blanco reflejaba los últimos rayos del día, irradiabas luz.
    
-Yayo…

Puse mis manos sobre tus hombros, pero no te volviste. Mirabas al cielo con los ojos desorbitados. Estabas aterrado.
    
-¡El cielo está sangrando! –Gritaste de repente, y te caíste, pero conseguí sujetarte antes de que te golpearas- ¡El cielo se está muriendo! ¡Sangra, se muere!

Yo intentaba levantarte pero tú no me dejabas, no parabas de mover los brazos, me arañabas. Y chillabas. No pude aguantar más. Nos caímos y acabamos tirados en el suelo. Me esforcé en no llorar, pero no pude. Dejé caer la cabeza sobre las manos mientras tú:
    
-¡El cielo, el cielo sangra!
    
-Que no, yayo, que no – te lloraba yo-. Que es el arrebol.

En ese momento una bandada de enfermeras venía hacia nosotros.


 Todo empezó hace un par de años. Al principio se te olvidaron las fechas señaladas, el día en que vivías y dónde habías dejado tal cosa. A veces yo me enfadaba contigo porque creía que me tomabas el pelo y desconfiaba de tu memoria de pez. Pero llegó un momento en que sólo recordabas episodios de tu juventud y vivías en un mundo ya pasado. Después se te agrió el carácter y te volviste violento, no te aseabas y había que ayudarte en lo más simple. Desde entonces tu vida ha sido un continuo decaer. Así llegaste a esta reniñez en la que te encuentras. Has retrocedido en el tiempo, pasando por todos tus estadios vitales y ahora temo que vuelvas al estado de cigoto.

La enfermedad te ha robado la vida convirtiéndote en un pelele sin memoria, porque no tiene vida quien no la recuerda. Por eso escribo esta carta, para que tu vida sobreviva a la muerte y al olvido, que es otra forma de morir. Escribo por impulsos, a trozos, tropezándome con los puntos y las comas, a ráfagas frenéticas y extenuantes en las que vomito la angustia que me produce esta soledad. Y acabo exhausto preguntándome qué hago, qué escribo.

Escribo para ganarle esta batalla perdida a la carcoma que te arruinó el cerebro.

Te has muerto hoy, día de Todos los Santos –qué chiste más malo: tú, que nunca lo quisiste ser.

Estaba viéndote dormitar cuando levantaste una mano de pronto. (Mano traslúcida que muestra el entramado de tus venas azules, los tendones estirados, tus nudos de encina, la electricidad que recorre tus nervios.) Me apresuré a cogértela y tras unos segundos con la vista fija en el techo susurraste:
    
-Se me olvidó vivir.

Después me miraste y cerraste los ojos.

Miré alrededor para ver si veía tu alma saliéndose del cuerpo pero no vi nada, sólo unos destellos minúsculos.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero recuerdo que lloré en silencio, tranquilo, olvidado de todo, como rodeado de una oscuridad quieta donde nada era. Sentí alivio –por ti y por mí- , y esa sensación me hace sentir culpable.

Y aquí estoy, con los ojos húmedos y enrojecidos, caminando por este pasillo de gélida luz cenital. Mis pasos resuenan como ecos. Dejo atrás habitaciones, vidas de las que ya no sabré, pues en unos segundos todo va a acelerarse a mi alrededor (trasiego, carreras, sábanas, desconcierto, llamadas, lloros) y ya no volveré a este lugar. Voy a avisar a las enfermeras.

Pienso, mientras doy estos pasos (acto motor que tú ya no harás), que en este momento, en alguna parte, estarán naciendo mil, cien mil niños, que reciben bofetadas en el culo como recibimiento a este mundo –y así obligarles a respirar, a vivir. Tú mueres y otros nacen. La vida no muere contigo, y no sé si eso es justo.

Pero tú no eres más que un hombre corriente, un hombre normal que vivió su vida como pudo y le dejaron, un hombre que nunca se acostumbró a vivir en la ciudad –tan lejos del mar, tan lejos-, que malvivió con dos empleos y nunca vio cumplidos sus sueños. Un hombre que nació, vivió, se reprodujo y murió; que no escribió un libro, pero sí tuvo hijos y plantó árboles. Un vencido, eterno derrotado. Un hombre como ha habido muchos, un hombre que forma parte de la  Historia de este mundo. Mi abuelo, el Yayo.

Hasta siempre, compañero del alma, compañero.


Fotografía cielo:

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