Madrid,
1 de enero de 2015
Cuando era pequeño, yo temía este momento
todos los días. La muerte de mi madre era para mí como la extinción del
sol. Yo era, y quizá aún lo soy, un niño enmadrado al que le encantaba que
su madre le buscara a la puerta del colegio. Yo quería que todos me vieran con
ella, y presumir de madre guapa y catalana, que entonces me parecía lo más
exótico del mundo.
La conocía muy bien, me bastaba sólo con
mirarla para saber qué pensaba. Siempre supe que
tras ese carácter indómito y esa aparente seguridad y fuerza casi altivas, mi
madre no había dejado nunca de ser aquella niña de trece años ávida de
conocimiento y lecturas, acomplejada por tener que dejar el colegio para
ponerse a trabajar. La niña que escuchaba Paraules d’amor de Serrat. Mi madre era esa canción y esos años, y por eso le
regalo estas palabras de amor, sencillas y tiernas.
Siempre he estado muy orgulloso de ella y
de mi padre, y de su poco ortodoxo matrimonio, no siempre bien entendido. ¿Qué
importa la forma si el fondo es verdadero? Nunca dudé del amor de mis padres.
Cómo se quisieran, era cosa suya.
Ahora comprendo más que nunca ese episodio
de mi niñez en que, llegando a casa, mi padre nos dijo a mi hermano y a mí
que mi madre estaba triste porque el
yayo, su padre, Lorenzo, se había ido al Cielo. La muerte era para mí tan sólo
un lugar al que nadie quería ir, así que no hice caso y, como cada día, entré
en casa corriendo para saludar a mi madre; pero en el umbral del salón me detuve.
La vi como tantas veces, derrumbada sobre sus libros y apuntes, pero al contemplar su espalda supe que la muerte pesa en los vivos. Desde ayer cargo
con un peso infinito que lleva su nombre. Desde ayer la comprendo mejor y la
quiero más.
Decía Borges que el único deber que tienen
los hijos para con sus padres es el de ser felices, no el de obedecerlos o respetarlos.
Yo he sido muy feliz y volveré a serlo, y honraré a mi madre con mi felicidad,
una de las muchas cosas que ella me enseñó.
Muchas gracias a todos por estar aquí, y
por quererla.
Virginia Bravo Fernández
(9 de enero de 1956 - 31 de diciembre de 2014)
Por casualidad me he encontrado con esta triste noticia en la Web.
ResponderEliminarSi es la Virginia que yo conocí hace muchos años (trabajé con ella y los hermanos Figares en Madrid), quiero mandarte un fuerte abrazo aí y atu familia.
Ángel
Quiero añadir, pues por la fotográfía y por como la describes creo que es la Virginia que conocí, que ella estará orgullosa de tí esté donde esté y entiendo que tú estés orgulloso de ella, pues por lo que dices supo haceros felices, es lo mejor que pudo hacer en su vida. Mientras sea recordada seguirá viviendo.
ResponderEliminarÁngel
Muchas gracias por tus comentarios, de verdad. Este tipo de gestos reconfortan mucho, porque la sigo echando de menos todos los días, en todo momento. Es probable que sea la Virginia que conociste, pues vivió y trabajó casi toda su vida en Madrid, tanto en la empresa privada como después en la administración. Un abrazo a ti también.
EliminarEstoy convencido de que es ella. Llevo dos dias en que no se me va de la cabeza.
EliminarMe parece imposible que una persona como ella se haya ido, con esa fuerza y vitalidad que desprendia... en fin, por suerte con el tiempo las heridas cicatrizan, pero el recuerdo permanece siempre cuando nos falta alguien querido.
Si tu madre tiene una hermana (Mari Luz), es ella sin duda. Animo... y disfruta de la vida, que es lo que tu madre, estoy seguro quiere que hagas.
Ángel