Recién iniciada la carrera que tantas cosas gratas me ha dado en la vida -reconocer lo contrario sería mentir, pero también lo sería el decir que salí lo bastante preparado para desenvolverme en el mundo laboral. Claro que parece al mundo laboral yo le doy igual y como yo otros tantos. Y, además, yo siempre pensé que la universidad no es sólo para aprender un oficio, sino para formar a las personas en enseñanzas que les sean útiles para su vida futura y esto sí que es cierto, aunque puede que no sea tanto mérito de los programas universitarios si no de la vida universitaria, pero ése es otro tema, así que voy a seguir-, cuando todavía se confundía con el periodismo, me inscribí en un concurso periodístico para jóvenes, en concreto en el Concurso periodístico intergeneracional "Tienes una historia que contar". Era la primera edición y consistía (y consiste) en que un joven estudiante de periodismo o humanidades (o cualquiera carrera en la que se suponga que uno deba saber escribir bien; cosa que parece fácil pero no lo es, lo de encontrar una carrera en la que la gente escriba bien, digo, y periodismo no tiene por qué ser ejemplo de ello)escribiera un artículo sobre la vida de un anciano a quien la organización había puesto en contacto. El anciano debía decir, además, cuál era su sueño no cumplido. El estudiante, además de una enseñanza de vida, ganaba un premio en metálico y ver publicado su artículo, si no recuerdo mal.
A mí me tocó en suerte una valenciana llamada Natalia Sabater (que en valenciano quiere decir "zapatero") que llevaba varios años viviendo en Madrid. Tenía ochenta años. Yo, dieciocho. Es decir, han pasado ya seis años de aquéllo.
Natalia Sabater había emigrado a Brasil, a São Paulo en concreto, y allí había pasado varios años, allí se encontró con su novio de toda la vida convertido en su marido, aunque éste no estuviera presente en la boda y allí tuvo a sus hijos. El sueño de Natalia era volver a ver las cataratas de Iguazú.
Fueron dos o tres sesiones las que pasé con ella, anotando todo lo que me decía, sentados en un banco en una de las calles de su barrio de Vallecas o en el centro de mayores donde iba a pasar las tardes.
Por supuesto, no ganamos. Tampoco lo esperábamos: la sencilla historia de emigración de Natalia poco tenía que hacer con otras mucho más interesante y llamativas como la del peluquero de Franco, contiendas de la guerra civil o qué sé yo. Había varias vidas dignas de ser contadas y leídas.
Al año siguiente, llamé a Natalia para felicitarle el cumpleaños. El mismo día, mi abuela acababa de morir. Le felicité por sus 81 años (seis más de los que tenía mi abuela) y quise saber cómo estaba su marido, un par de años mayor y que durante el tiempo que la entrevisté había pasado por malos momentos de salud, lo que había tenido a Natalia preocupada y muy frágil en alguna de nuestras entrevistas, que quizá por ello resultaron tan emotivas. Su marido estaba bien. Todos estaban bien.
No he vuelto a hablar con Natalia Sabater. A veces pienso en hacerle una llamada. Está a punto de cumplir los 87. Pero no quiero llamarla. No quiero que me digan que ha muerto, si es que lo ha hecho. No creo que la llame, así que pasen años. Pasarán cincuenta años y yo podré seguir pensando que está viva y que todos están bien.
El artículo lo título con uno de esos títulos poético-melancólicos que tanto me gustan y se puede leer aquí: Con goteras en el esqueleto.
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