Autor: Daniel Glattauer. /Dirección y versión:
Fernando Bernués. / Itziar Atienza, Joseba Apaolaza, Pablo Viña.
No sé si conocen la teoría del eterno retorno. Ya que no soy
ningún experto en filosofía, parafraseo la definición de la wikipedia, para
hablarles con mayor propiedad (toda la propiedad que pueda tener la wikipedia):
concepción filosófica del tiempo que plantea una repetición del mundo donde
éste se extingue para volver a crearse. Nietzsche, que fue quien lo popularizó
en Occidente y lo convirtió en un tópico cultural, sostenía no sólo que los mismos acontecimientos se vuelven a repetir en el
mismo orden, tal cual ocurrieron, sin ninguna posibilidad de variación; sino
también los pensamientos, sentimientos e ideas, vez tras vez, en una repetición
infinita e incansable. Es decir, que estamos condenados a repetirnos.
Esta afirmación,
que podría resultar descabellada, no lo es si echamos un rápido vistazo a
nuestro presente. Occidente sumido en una crisis económica, gobiernos que se
desploman, falta de confianza de los ciudadanos en sus políticos, auge de los
totalitarismos… ¿No les suena bastante parecido a las primeras décadas del
siglo pasado? Quiera Dios (o quien le sustituya) que no acabemos igual. En
términos más prosaicos, el eterno retorno se puede ver en aquel dicho tan
sobado en moda del “todo vuelve”, y así vemos a jóvenes que visten como vestían
sus madres en los sesenta. No sólo eso: formas de expresión que se creían
extintas dado el auge de la tecnología, han vuelto. Estamos hablando de las
cartas, transformadas en correos electrónicos por obra y gracia de Internet. La
gente escribe ahora más que antes y ha recuperado una vieja costumbre en
desuso: revisar el correo cada mañana con el café. Esta vuelta a la escritura
trae consigo otro tipo de relación que se creía olvidada: las relaciones
epistolares.
Y es aquí, en
este terreno en el que se cruzan lo sentimental, la tecnología y la escritura,
donde lo nuevo y lo inmutable se encuentran, es aquí donde transita la
entretenida y estimulante producción teatral de la compañía vasca Tanttaka Contra el viento del norte, adaptación
de la exitosa novela
homónima de Daniel Glattauer que se puede ver estos días
en el Teatro
Marquina de Madrid (c/Prim, 3).
Emmi Rothener quiere darse de baja como suscriptora de
una revista, pero envía por error su e-mail de renuncia a Leo Leike,
estableciéndose por medio de correos electrónicos una relación, primero irónica
y ligera entre estos dos personajes y más tarde, conforme se vayan abriendo al
otro amparados por el anonimato, más profunda y romántica. Dicha relación,
idealizada e imposible, acaba siendo, paradójicamente, más real que sus vidas
ordinarias, con las cuales ambos se muestran insatisfechos: ella está infelizmente
casada y él es incapaz de olvidar una antigua relación.
El propio autor adapta admirablemente su propia obra,
tarea compleja si se tiene en cuenta que la única interacción entre los
protagonistas es la palabra, que no hay más acción que la que se dice. Se
podría caer en el aburrimiento y el vacío con facilidad, pero el libreto, la imaginativa
dirección de Fernando
Bernués y, sobre
todo, los entregados actores Itziar Atienza y Joseba Apaolaza, logran mantener la tensión acerca del devenir de
este amor que logra cotas de pasión y tormento que compiten con las que Mariana
Alcoforado escribió en sus Cartas de
amor de la monja portuguesa en el siglo XVII (eterno retorno, ya saben). Es
cierto que el interés de la obra decae hacia la mitad, quizás algo extenuados
por la verborrea de ambos personajes, que a veces se vuelve repetitiva, y que
en sus esfuerzos por dinamizar el inevitable estatismo de la puesta en escena con
una actividad constante (sobre todo en el caso de ella, hiperactiva y con
infinitos cambios de humor y vestuario) puede resultar inverosímil en algunos
momentos. Aun así, la aparición de un tercer personaje, el marido de ella (en
Madrid, interpretado por Pablo Viña y no por Kike Díaz de Rada), hace subir la
función y que se recobre de nuevo el interés y la convicción en una historia
que no dista mucho de numerosas relaciones que se tienen en la actualidad,
donde el mundo virtual ha sustituido a la realidad (llegando a ser, en
ocasiones, más real que la realidad).
Con esta premisa de lo virtual sobre lo real se
asienta la original puesta en escena, con atmosféricas ilustraciones del joven Naiel Ibarrola que marcan el ritmo de la narración a la vez que
contribuyen a crear el clima emocional de los personajes al proyectarse en los
cubículos/pantalla que constituyen la base de la sencilla a la par que eficaz y
elegante escenografía del pintor, escultor y escenógrafo José Ibarrola, cuya sobria versatilidad para crear los espacios
vitales de cada personaje y servir de instrumento al desarrollo de la historia
le valió el reconocimiento a la Mejor Labor
Teatral en los
últimos y prestigiosos Premios
Ercilla,
que reconocen lo mejor del teatro que se ha visto en el País Vasco. Por cierto,
esta misma obra fue premiada como la Mejor Producción Vasca.
Avales suficientes para ver
esta obra realizada con evidente esfuerzo e ilusión que no sólo depara un
entretenimiento divertido e inteligente, sino una reflexión sobre las
relaciones en este tiempo nuestro tan raro desde el principio de los tiempos
(que quizá sólo fue el fin).
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