Querida
Estela:
Te
escribo aunque sé que no me leerás y que lo hago más por mí que por ti. Si te
escribo es porque no sé hacer otra cosa, y también porque es algo que siempre
nos ha unido, desde que ganábamos ex
aequo los concursos de redacciones del colegio, por no hablar de las
infames obras de teatro que escribimos y representamos en esos años escolares.
No
recuerdo cuándo ni dónde ni cómo nos conocimos, nuestra amistad se remonta a
antes de que tuviéramos memoria. No recuerdo mi vida sin ti. De un modo u otro
tú siempre estabas ahí. Cuando me sucedía algo, tú eras la primera en
enterarte. Y después Esther. De hecho, estoy convencido de que yo quería que me
pasaran cosas sólo para poder contártelas.
Tú
fuiste la primera a la que vi cuando regresé de mi Erasmus. Quedamos el 14 de
julio de 2009, en la estación de metro de Oporto y mientras, como tantas veces,
paseábamos por la calle de la Oca, yo te conté que me había enamorado y tú,
como si no tuviera importancia, que te habían diagnosticado cáncer. No sé cómo,
llevados sin duda por ese talento que tenías para aliviar y empequeñecer los
dramas, con esa dignidad contundente y natural que ni siquiera la enfermedad te
logró arrebatar, acabamos hablando entre risas de todo menos del cáncer,
mientras comíamos un helado en el McDonald’s que hay justo frente a este
hospital donde hoy estamos, apenas cinco años después.
A
penas. Que tu enfermedad y muerte son algo injusto y cruel es una obviedad. La
vida también se equivoca, y nunca le perdonaré que te haya hecho esto y de este
modo; pero siempre le estaré agradecido por haberme permitido conocerte.
Tú
eres mucho más que tu muerte, Estela. Tu solo recuerdo da sentido a esta vida
desatenta. De un modo u otro, tú siempre estarás ahí. Y nuestras vidas nunca
estarán vacías porque exististe tú, y nuestro futuro siempre estará marcado por
las estelas de tu luz.
Duerme, vuela, reposa:
Estela.
(4 de Febrero de 1987 - 25 de Septiembre de 2014)